13/7/09

A cajón sellado

Por Sofía Bartoli De Palma
Su respiración se entrecortaba. Una tos tibia y húmeda aquejaba su cuerpo desde hacía ya una semana. Veía gente pasear a su alrededor, con caras de preocupación, con sus rostros tapados. Comenzó a sentir que evitaban su presencia, pero lamentaban su posible ausencia. No podía darse cuenta si estaba grave o si era sólo un resfrío producto de la venida del invierno. La fiebre no dejaba aclarar sus pensamientos, y hacía cada vez más dificultoso fijar la mirada en aquel televisor que anunciaba la emergencia con letras rojas.
Maruca se acercó, en su mano sostenía un pañuelo blanco y grueso con el que tapaba su boca y nariz, tal como lo había indicado Jorge, el médico de la familia; acercó un plato de sopa caliente a la mesa junto a la cama, tocó la cabeza de Juan, apagó el televisor y se fue.
Juan no comprendía por qué ni siquiera le hablaban. Pero prefería sumirse en un sueño profundo cuando el dolor de cabeza y las altas temperaturas lo agobiaban. Tomó de a sorbos aquella espesa sopa. Miró por la ventana y observó que Fernando, el fiambrero de la cuadra, ya había abierto el negocio y pensó en cómo deseaba degustar el sabroso jamón serrano. Maruca, nuevamente se asomó al cuarto y desde la puerta preguntó:
-¿Cómo está la sopa?
-Enfriándose, respondió Juan.
La mujer, con lágrimas en los ojos, abrió la ventana para ventilar la habitación y dejar entrar aquel viento helado. Juan sintió un poco de frío y pidió más frazadas. Nadie le respondía, entonces gritó más y más fuerte. Pero su voz hacía eco en la fría habitación. Su cuerpo estaba helado, la fiebre había cesado, la tos ya no lo aquejaba.

-Yo me haré cargo, hagan lo que sea necesario, no se preocupen por los costos de la ceremonia, quiero que sea como él siempre lo quiso. Respondió Maruca al teléfono, con una voz entrecortada por el llanto.

Su familia comenzaba a llegar a la sala que oportunamente quedaba junto a la casa donde había muerto Juan. Él estaba ahí y la gente lo rodeaba entre lágrimas, lamentos y preocupación. Más allá de su madre, ninguno se animaba a tocarlo, querían evitar el contagio, temían que el virus se propagase por entre sus dedos y llegue así hasta sus cuerpos. Por eso María, que estaba esperando al tercero de sus hijos, evitó el velorio.

Un hombre vestido de azul entró en la sala. No era familiar ni compañero de trabajo de Juan, nadie parecía conocerlo. Todos miraron sorprendidos y algo enojados por la actitud de entrar a un velorio donde no se conoce al muerto. “Qué falta de respeto”, pensó la maestra de primer grado de Juan.
Este hombre, con su seño fruncido se acercó a Maruca que se encontraba junto al cajón y le pidió hablar un momento.
Nadie sabía qué era lo que estaba ocurriendo, pero veían que la mujer, aunque consternada y afligida, asentía con la cabeza.
Dos personas más entraron a la sala, pidieron a la gente que se apartaran del lugar por unos minutos. Sacaron de su mochila una bolsa negra. Maruca decidió irse de la habitación. Alzaron el cuerpo, lo envolvieron, cerraron el cajón, y para asegurarse de que nada que haya estado en ese hombre pueda salir y dañar a otros, soldaron las cerraduras.
Los familiares, sin poder comprender la situación, decidieron marcharse. Maruca había sufrido un desmayo y se la habían llevado a descansar.
Juan estaba ahí. Acompañado sólo por el sereno de la casa velatoria. Las velas comenzaban a arderse, las flores a perder su olor a velorio.
Más tarde, cuando todos habían dejado en paz a la pobre mujer que intentaba darse cuenta de lo que había ocurrido, de la enfermedad, de la emergencia, del virus, del cajón soldado, de su hijo muerto. Se levantó de la cama sintiendo un vacío en su estómago. Agarró el chal color beige, el monedero y cruzó a lo de Fernando. Éste, al verla, le dio su pésame y le preguntó qué se le ofrecía.
-Lo de siempre, del serrano- contestó.

2 comentarios:

diario dijo...

Luego de la vida solo nos queda el recuerdo, y nos aferramos a él porque nos hace sentir que quienes se fueron están con nosotros.
Me encantó el texto... un abrazo enorme.

Noesperesnada dijo...

Se deja leer el texto. Invita a recorrerlo con la calma propia de quien ingresa a un velorio al que no fué invitado.