Por Celeste Lucca
“Pueden deshacerse de los judíos de esta fábrica ahora, como lo ordenó Hitler… o pueden irse. Volver a sus casas como hombres y no como asesinos”
Oskar Schindler a los miembros del ejército nazi, el día de la finalización de la segunda guerra mundial.
Oskar Schindler a los miembros del ejército nazi, el día de la finalización de la segunda guerra mundial.
La cuna se balancea suavemente, como si estuviera siendo arrullada por brisas imperceptibles.
El pequeño refugio ampara en su interior a una dulce criatura… el bebé, de no más de un mes de vida, calladamente observa el techo.
Despreocupado se toma un pie y se lo lleva a la boca; balbucea palabras que aún no llegan a serlo; percibe directamente el mundo que, a su alrededor, no se deja detener por acontecimiento alguno. Él inocentemente juega, descubre, vive…
El sol suavemente comienza a descender a su antojo. Al igual que para el infante, la tierra no le representa preocupación alguna. Su existir transcurre sobre rieles de tiempo imposibles de ser medidos en longitudes humanas.
Por un período relativamente corto de sus vidas, ambos serán inmortales. Ésto en la medida en que no comiencen a ser conscientes de todo lo que los rodea.
Con la claridad de la luna como testigo de la escena, el bebé comienza a notar la falta de atención de algunos que están siempre. Suavemente emite débiles sonidos.
Con el paso desesperante de los minutos, su paciencia se da por agotada y reclama enérgicamente a gritos desenfrenados los cuidados de su madre.
La mujer, con gesto maternal, se aproxima hasta la cuna entonando una canción de arrullo para que el niño ceda en su pedido desgarrador.
"Schlaf, Kindchen, schlaf. Dein Vater hüt die Schaf. Deine Mutter schüttels Bäumelein, herab da fällt ein Träumelein. Schlaf, Kindchen, schlaf"
Gentilmente lo toma en brazos y camina con movimiento leves hacia la cocina.
Lo mece sobre un hombro mientras controla la preparación de la cena por parte de una de sus criadas.
La puerta principal se abre de un golpe. El frio exterior penetra veloz e hiriente en la calidez del hogar.
El padre ha llegado.
Con un movimiento rápido y preciso, calculado por su repetición diaria, se quita el grueso tapado del uniforme y lo deposita mecánicamente en el armario.
Su sonrisa se desborda al observar a su mujer y su recién nacido junto a la chimenea, juntos, esperándolo.
Con dos zancadas atraviesa la distancia que los separa, y los abraza tiernamente.
Toma al niño y se sienta en su sillón antiguo de terciopelo verde junto al fuego.
La criatura lo examina alegremente sin dejar de mirarlo ni por un segundo, hipnotizado por el timbre de la voz de su padre.
El hombre, embelesado ante el fruto tan refinado y puro de su cuerpo, lo acurruca tiernamente sobre su pecho. Le leerá, como cada día, los volúmenes completos de las Mil y una noches.
El bebé descansa, sin que nada pueda perturbarlo, a la vez que escucha a través del pecho de su progenitor las historias que, a pesar de ser aún ininteligibles para él, lo seducen hasta la fascinación que inevitablemente sentirá los primeros años de su vida.
El hombre observa como hechizado esa perfección que tanto ama plasmada en los rasgos de su hijo y lo mece incansablemente… el niño toma de la ropa de su padre un pequeño broche y juega con el.
El símbolo impreso en el objeto muestra una cruz de piernas desviadas en su medio, que se inclinan perpendiculares al centro. Derivada de su eje, negra sobre un círculo blanco, la simple e inofensiva figura mantiene como hechizado al infante.
Él, resguardado en su ingenuidad, no les teme.
Acurrucado dentro de esos brazos fuertes que lo protegen con su forma de media luna y que hoy representan su mundo entero, sabe que esto, eventualmente, dejará de tener sentido, y que el caminar desprendido de ellos bajo otro sol será para su vida motivo suficiente.
1 comentario:
Hermoso Lud (no solo el titulo ja ja)quedo muy bueno me lleva a imágenes (una gran virtud de los textos, que no siempre llegan a cumplirse.
El final quedo muy bueno. me di una vuelta lo releí y me encanto.
un beso grande
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